Tucídides y la peste de Atenas (430 a.C.)
«Así se
celebraron los funerales en este invierno, transcurrido el cual terminó el
primer año de esta guerra. Ya tan pronto como comenzó el verano, los
peloponesios y sus aliados, con dos tercios de sus fuerzas, invadieron, como la
primera vez, el Ática; los mandaba Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los
lacedemonios. Y después de tomar posiciones procedieron a devastar el
territorio. No hacía aún muchos días que estaban en el Ática cuando comenzó
a declararse por primera vez entre los atenienses la epidemia, que, según
se dice, ya había hecho su aparición anteriormente en muchos sitios,
concretamente en la parte de Lemnos y en otros lugares, aunque no se recordaba
que se hubiese producido en ningún sitio una peste tan terrible y una tal
pérdida de vidas humanas. Los médicos nada podían hacer, pues desconocían la
naturaleza de la enfermedad y además fueron los primeros en tener contacto con
los enfermos y, por tanto, en morir. La ciencia humana se mostró incapaz; en
vano se elevaban oraciones en los templos y se dirigía ruegos a los oráculos.
Finalmente, todo fue olvidado ante la fuerza de la epidemia.
Apareció por
primera vez, según se dice, en Etiopía, la región situada más allá de Egipto, y
luego descendió hacia Egipto y Libia y a la mayor parte del territorio del rey.
En la ciudad de Atenas se presentó de repente y atacó primeramente a la
población del Pireo, por lo que circuló el rumor entre sus habitantes de que
los peloponesios habían echado veneno en los pozos, dado que todavía no había
fuentes en la localidad. Luego llegó a la ciudad alta, y entonces la mortandad
ya fue mucho mayor. Sobre esta epidemia, cada persona, tanto si es médico como
si es profano, podrá exponer, sin duda, cuál fue, en su opinión, su origen
probable así como las causas de tan gran cambio que a su entender, tuvieron
fuerza suficiente para provocar todo el proceso. Yo, por mi parte, describiré
cómo se presentaba; y los síntomas con cuya observación, en el caso de que
un día sobreviniera de nuevo, se estaría en las mejores condiciones para no
errar en el diagnóstico, al saber algo de antemano, también voy a mostrarlos,
porque yo mismo padecí la enfermedad y vi personalmente a otros que la sufrían.
«Plague in Athens» (Stanley Meltzoff)
Aquel año, como
todo el mundo reconocía, se había visto particularmente libre de de
enfermedades en lo que a otras dolencias se refiere; pero si alguien había
contraído ya alguna, en todos los casos fue a parar a ésta. En los demás casos,
sin embargo, sin ningún motivo que lo explicase, en plena salud y de repente,
se iniciaba con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un
enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro, la faringe y la lengua
quedaban en seguida inyectadas, y la respiración se volvía irregular y despedía
un aliento fétido. Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y
ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho acompañado de una tos
violenta; y cuando se fijaba en el estómago, lo revolvía y venían vómitos con
todas las secreciones de bilis que han sido detalladas por los médicos, y
venían con un malestar terrible. A la mayor parte de los enfermos les vinieron
también arcadas sin vómito que les provocaban violentos espasmos, en unos casos
luego que remitían los síntomas precedentes y, en otros, mucho después. Por
fuera el cuerpo no resultaba excesivamente caliente al tacto, ni tampoco estaba
amarillento, sino rojizo, cárdeno y con un exantema de pequeñas ampollas y de
úlceras; pero por dentro quemaba de tal modo que los enfermos no podían
soportar el tacto de vestidos y lienzos muy ligeros ni estar de otra manera que
desnudos, y se habrían lanzado al agua fría con el mayor placer. Y esto fue lo
que en realidad hicieron, arrojándose a los pozos, muchos de los enfermos que
estaban sin vigilancia, presos de una sed insaciable; pero beber más o menos
daba lo mismo. Por otra parte, la imposibilidad de descansar y el insomnio
los agobiaban continuamente. El cuerpo, durante todo el tiempo en que la
enfermedad estaba en plena actividad, no quedaba agotado, sino que resistía
inesperadamente el sufrimiento; así, o perecían, como era el caso de la
mayoría, a los nueve o a los siete días, consumidos por el calor interior,
quedándoles todavía algo de fuerzas, o, si conseguían superar esta crisis, la
enfermedad seguía su descenso hasta el vientre, donde se producía una
fuerte ulceración, a la vez que sobrevenía una diarrea si mezclar, y, por lo
común, se perecía a continuación a causa de la debilidad que aquélla provocaba.
El mal, después de haberse instalado primero en la cabeza, comenzando por
arriba recorría todo el cuerpo, y si uno sobrevivía a sus acometidas más duras,
el ataque a las extremidades era la señal que dejaba: afectaba, en efecto, a
los órganos genitales y a los extremos de las manos y los pies; y muchos
se salvaban con la pérdida de estas partes,y algunos incluso perdiendo los
ojos. Otros, en fin, en el momento de restablecerse, fueron víctimas de una
amnesia total y no sabían quiénes eran ellos mismos ni reconocían a sus
allegados.
La naturaleza de esta enfermedad fue tal que escapa sin duda a cualquier
descripción; atacó a cada persona con más virulencia de la que puede
soportar la naturaleza humana, pero sobre todo demostró que era un mal
diferente a las afecciones ordinarias en el siguiente detalle: las aves y los
cuadrúpedos que comen carne humana, a pesar de haber muchos cadáveres
insepultos, o no se acercaban, o si los probaban perecían. Y he aquí la prueba:
la desaparición de este tipo de ave fue notoria, y nos se las veía ni junto a
ningún cadáver ni en ningún otro sitio; los perros, en cambio, por el hecho de
vivir con el hombre, hacían más fácil la observación de los efectos.
Tal era, pues,
en general el carácter de la enfermedad, dejando a un lado otros muchos
aspectos extraordinarios, dado que cada caso presentaba alguna particularidad,
que lo diferenciaba de otros. Y durante aquel tiempo ninguna de las
enfermedades corrientes hacía sentir sus efectos, y si sobrevenía alguna,
acababa en aquélla. Unos morían por falta de cuidados y otros a pesar de estar perfectamente
atendidos. No se halló ni un solo remedio, por decirlo así, que se pudiera
aplicar con seguridad de eficacia; pues lo que iba bien a uno a otro le
resultaba perjudicial. Ninguna constitución, fuera fuerte o débil, se mostró
con bastante fuerza frente al mal; éste se llevaba a todos, incluso a los que
eran tratados con todo tipo de dietas. Pero lo más terrible de toda la
enfermedad era el desánimo que se apoderaba de uno cuando se daba cuenta de que
había contraído el mal (porque entregando al punto su espíritu a la
desesperación, se abandonaban por completo sin intentar resistir), y
también el hecho de que morían como ovejas al contagiarse debido a los cuidados
de los unos hacia los otros: esto era sin duda lo que provocaba mayor mortandad.
Porque si, por miedo, no querían visitarse los unos a los otros, morían
abandonados, y muchas casas quedaban vacías por falta de alguien dispuesto a
prestar sus cuidados; pero si se visitaban, perecían, sobre todo quienes de
algún modo hacían gala de generosidad, pues, movidos por su sentido del honor,
no tenían ningún cuidado de sí mismos entrando en casa de sus amigos cuando, al
final, a los mismos familiares, vencidos por la magnitud del mal, ya no
les quedaban fuerzas ni para llorar a lo que se iban. No obstante, eran los que
ya habían salidos de la enfermedad quienes más se compadecían de los
moribundos y de los que luchaban con el mal por conocerlo por propia
experiencia y hallarse ya ellos en seguridad; la enfermedad, en efecto, no
atacaba por segunda vez a la misma persona, al menos hasta el punto de resultar
mortal. Así, recibían el parabién de los demás, y ellos mismos, debido a la
extraordinaria alegría del momento abrigaban para el futuro la vana esperanza
de que ya ninguna enfermedad podría acabar con ellos.
«The Plague At Ashdod» (Nicolas Poussin, 1631)
En medio de sus
penalidades les supuso un mayor agobio la aglomeración ocasionada por el
traslado a la ciudad de las gentes del campo, y quienes más lo padecieron
fueron los refugiados. En efecto, como no había casas disponibles y habitaban
en barracas sofocantes debido a la época del año, la mortandad se producía en
una situación de completo desorden; cuerpos de moribundos yacían unos sobre
otros, y personas medio muertas se arrastraban por las calles y alrededor de
todas las fuentes movidos por el deseo de agua. Los santuarios en los que
se habían instalado estaban llenos de cadáveres, pues morían allí mismo; y
es que ante la extrema violencia del mal, los hombres, sin saber lo que sería
de ellos, se dieron al menosprecio tanto de lo divino como de lo humano. Todas
las costumbres que antes observaban en los entierros fueron trastornadas y
cada uno enterraba como podía. Muchos recurrieron a sepelios indecorosos
debido a la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en su
familia; en piras ajenas, anticipándose a los que habían apilado, había quienes
ponían su muerto y prendían fuego; otros, mientras otro cadáver ya estaba
ardiendo, echaban encima el que ellos llevaban y se iban. También en otros
aspectos la epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se
atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacían ocultamente,
puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos
y morían súbitamente, y de quienes antes no poseían nada y de repente se hacían
con los bienes de aquellos. Así aspiraban al provecho pronto y placentero,
pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente efímeras. Y nadie estaba
dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble, puesto que no
tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo. Lo que resultaba
agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía a ello, esto fue
lo que lo que pasó a ser noble y útil. Ningún temor de los dioses ni de la ley
humana los detenía; de una parte juzgaban que daba lo mismo honrar o no honrar
a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente, y, en
cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el
juicio y recibir su merecido; pendía sobre sus cabezas una condena mucho
más grave que ya había sido pronunciada, y antes de que les cayera encima
era natural que disfrutaran un poco de la vida.
Tal era el
agobio de la desgracia en que se veían sumidos los atenienses; la población
moría dentro de las murallas y el país era devastado fuera. Y en medio de su
infortunio, como era natural, se acordaron particularmente de este verso, que
los más viejos afirmaban haber oído recitar hacía tiempo:
‘Vendrá una
guerra doria y con ella una peste’
Por cierto que
surgió una discusión entre la gente respecto a que la palabra usada por los
antiguos en el verso no era ‘peste’, si no ‘hambre’, pero en aquellas
circunstancias venció, naturalmente, la opinión de que se había dicho ‘peste’;
la gente, en efecto, acomodaba su memoria al azote que padecía. Y sospecho que
si después de esta un día estalla otra guerra doria y sobreviene el hambre,
recitarán el verso con toda probabilidad en este sentido. También acudió a la
memoria de quienes lo conocían el oráculo dado a los lacedemonios cuando habían
preguntado al dios si debían emprender la guerra y éste les había
respondido que, si hacían la guerra con todas sus fuerzas, la victoria sería
suya, y les había prometido que él mismo les prestaría su ayuda. Suponían,
pues, que los hechos se desarrollaban conforme al oráculo: la epidemia, en
efecto, se había declarado así que los peloponesios habían efectuado la
invasión; y no se extendió al Peloponeso, al menos de forma que valga la pena
mencionar, sino que se fue cebando sobre todos en Atenas y luego en las localidades
más pobladas de otras regiones. Éstos son los hechos relativos a la epidemia».
Extracto de la obra «Historia De La Guerra Del Peloponeso» (Tucídides)
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