miércoles, 11 de febrero de 2015

Visiones homéricas

ULISES
(cuento)
Ángel Olgoso (España, 1961)
Yo, el paciente y sagaz Ulises, famoso por su lanza, urdidor de engaños, nunca abandoné Troya. Por nada del mundo hubiese regresado a Ítaca. Mis hombres hicieron causa común y ayudamos a reconstruir las anchas calles y las dobles murallas hasta que aquella ciudad arrasada, nuevamente populosa y próspera, volvió a dominar la entrada del Helesponto. Y en las largas noches imaginábamos viajes en una cóncava nave, hazañas, peligros, naufragios, seres fabulosos, pruebas de lealtad, sangrientas venganzas que la Aurora de rosáceos dedos dispersaba después. Cuando el bardo ciego de Quíos, un tal Homero, cantó aquellas aventuras con el énfasis adecuado, en hexámetros dáctilos, persuadió al mundo de la supuesta veracidad de nuestros cuentos. Su versión, por así decirlo, es hoy sobradamente conocida. Pero las cosas no sucedieron de tal modo. Remiso a volver junto a mi familia, sin nostalgia alguna tras tantos años de asedio, me entregué a las dulzuras de las troyanas de níveos brazos, ustedes entienden, y mi descendencia actual supera a la del rey Príamo. Con seguridad tildarán mi proceder de cobarde, deshonesto e inhumano: no conocen a Penélope.
La máquina de languidecer, Madrid, Páginas de espuma, 2009, pág. 24.
 
 

[TROYA]

(cuento)

Tomás Val (España,1961)

Stacio Melo, en su libro Rex romanorum, nos cuenta que, en tiempos de Tarquino Prisco, padre de Lucio Tarquino el Soberbio, último rey romano, se organizó una expedición a Troya pare reconocer la tierra de los orígenes; Troya, la ciudad de la que salió Eneas llevando a su padre Anquises sobre los hombros.
Los mil expedicionarios que partieron camino de la Troya homérica, sigue Stacio Melo, llevaban consigo gran cantidad de carros para transportar cuantos restos pudieran del origen. Atacinio Cornelio, que mandaba las tropas, tenía el encargo especial de Tarquino de hacerse con el caballo que el falsario Ulises tallara en madera y que propició la derrota de las tropas troyanas. Deseaba el monarca colocar el engañoso instrumento en lo más alto de la muralla romana para que todos los pueblos supieran que Roma no sucumbiría a semejantes tretas.
Después de más de un año de viaje, en el que los romanos tuvieron que luchar con multitud de enemigos, sigue el historiador, los descendientes de Eneas llegaron donde antaño se levantaba la orgullosa ciudad de Ilión. La explanada donde el invencible Aquiles llorara la muerte de Patroclo era un triste prado de alta hierba en el que pastaban las ovejas. De la muralla insalvable no quedaban vestigios. La ciudad que los dioses admiraron no era más que un puñado de cabañas habitadas por pastores. Nada había del palacio de Príamo, ni del lecho en el que Paris amó a Helena; tampoco, según Stacio Melo, se apreciaban vestigios de las batallas que allí se libraron.
Los griegos que llegaron en mil naves desde la bahía de Áulide al mando de Agamenón saquearon y quemaron Troya, lo sabían los romanos, pero esperaban que los rescoldos de la gloria aguantaran mejor las embestidas del tiempo. Atacinio Cornelio, valiéndose de palomas mensajeras, hizo llegar al rey un mensaje: No queda nada. Busca bien, respondió Tarquino; la gloria de nuestros antepasados es inmortal.
Excavaron sin hallar huesos ni armas; ni la tumba de Príamo ni la sangre de Héctor. Volvieron a Roma y cuando el soberano les preguntó qué traían de la patria de Eneas, Atacinio Cornelio le presentó un niño pastor que le hablo en una lengua extraña, desconocida, con un torrente de palabras en el que los romanos únicamente entendieron la palabra Ilión.
-Esto es lo que queda del pasado –dijo Atacinio Cornelio, extendiendo sus manos vacías ante su rey-: un nombre en la memoria de un niño.
El rastro de la ficción, Santa Cruz de Tenerife, Ediciones Idea y La Página, 2006, págs. 13-14
 
 
 

Eduardo Galeano (Uruguay, 1940)

(cuento)

HOMERO

No había nada ni nadie. Ni fantasmas había. No más que piedras mudas, y alguna que otra oveja buscando pasto entre las ruinas.
Pero el poeta ciego supo ver, allí, la gran ciudad que ya no era. La vio rodeada de murallas, alzada en la colina sobre la bahía; y escuchó los alaridos y los truenos de la guerra que la había arrasado.
Y la cantó. Fue la refundación de Troya. Troya nació de nuevo, parida por las palabras de Homero, cuatro siglos y medio después de su exterminio. Y la guerra de Troya, condenada al olvido, pasó a ser la más famosa de todas las guerras.
Los historiadores dicen que ésa fue una guerra comercial. Los troyanos habían cerrado el paso hacia el mar Negro, y lo cobraban caro. Los griegos aniquilaron Troya para abrirse camino al Oriente por el estrecho de los Dardanelos. Pero comerciales fueron todas, o casi todas, las guerras que en el mundo han sido. ¿Por qué habría de hacerse digna de memoria una guerra tan poco original?
Las piedras de Troya iban a convertirse en arena y nada más que arena, cumpliendo su destino natural, cuando Homero las vio y las escuchó.
Lo que él cantó, ¿fue pura imaginación?
¿Fue obra de fantasía esa escuadra de mil doscientas naves lanzadas al rescate de Helena, la reina nacida de un huevo de cisne?
¿Inventó Homero eso de que Aquiles arrastró a su vencido Héctor, atado a un carro de caballos, y le dio varias vueltas alrededor de las murallas de la ciudad sitiada?
Y la historia de Afrodita envolviendo a Paris en un manto de niebla mágica cuando lo vio perdido, ¿no habrá sido delirio o borrachera?
¿Y Apolo guiando la flecha mortal hacia el talón de Aquiles? ¿Habrá sido Odiseo, alias Ulises, el creador del inmenso caballo de madera que engañó a los troyanos?
¿Qué tiene de verdad el final de Agamenón, el vencedor, que regresó de esa guerra de diez años para que su mujer lo asesinara en el baño?
Esas mujeres y esos hombres, y esas diosas y esos dioses que tanto se nos parecen, celosos, vengativos, traidores, ¿existieron?
Quién sabe si existieron. Lo único seguro es que existen.
Espejos. Una historia casi universal, Salamanca, Siglo XXI de España Editores, 2008, págs. 47-48
 
 
 
 
 

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