martes, 9 de febrero de 2016

República Romana II

Guerras latinas y samnitas

La expansión de Roma por la península

Humillados. Los romanos son obligados a pasar bajo el yugo de las lanzas enemigas, en una de sus derrotas frente a los pueblos samnitas, al Sur de Roma.

Guerras latinas

Desde el comienzo de la República, Roma ejercía un poder predominante sobre el resto de las ciudades latinas, y les había impuesto un pacto de privilegio para ella, llamado Foedus Cassianum, que comenzaba con estas solemnes palabras: haya paz entre los romanos y todas las ciudades latinas mientras la posición del cielo y la tierra siga siendo la misma...
Pero aunque el cielo y la tierra no cambiaron su posición, las ciudades del Lacio intentaron librarse de la superioridad de Roma, y de los abusivos pactos que les imponía. Aliándose, cuando la ocasión era propicia, con enemigos exteriores como los belicosos volscos y ecuos, durante 150 años los latinos mantuvieron continuos enfrentamientos con Roma, conocidos como guerras latinas.
Finalmente, en el año 338 a.C. en la decisiva batalla naval de Antium, Roma derrotó a los volscos, llevándose un precioso tesoro, las proas de los barcos enemigos, o rostra, que durante siglos adornaron la tribuna de oradores del Foro Romano. Esta importante victoria señala el final de las guerras latinas.

Guerras samnitas

Tras conseguir dominar toda la región del Lacio y someter a volscos y ecuos, Roma tuvo que afrontar durante 50 años tres nuevas guerras con otros pueblos itálicos, conocidas como las guerras samnitas. Los samnitas, pueblo de rudos y guerreros montañeses instalados al Sur de Roma, suponían una constante amenaza para los habitantes del valle. Estos, cansados de las continuas incursiones samnitas, pidieron ayuda a Roma, que aprovechó la coyuntura para expandir su dominio.
Durante la segunda guerra samnita se produjo el famoso episodio de las Horcas Caudinas, uno de los sucesos más humillantes en la historia de Roma. Atrapado en un desfiladero junto a la ciudad de Caudium, todo el ejército, desarmado, fue obligado a pasar bajo el yugo de las lanzas samnitas, una costumbre que los romanos adoptaron desde entonces en sus victorias sobre otros pueblos.
A pesar de esta victoria parcial en las Horcas Caudinas, los samnitas fueron derrotados, y se rindieron definitivamente en el año 290 a.C., dejando a Roma el camino libre para expandirse hacia el Sur de la Península.

Por qué Roma vencedora

En todos los enfrentamientos bélicos, Roma demostraba una sorprendente determinación, que dejaba perplejos a sus adversarios y los sumía en el desánimo.
Si los romanos resultaban siempre victoriosos es porque ningún otro pueblo deseó la victoria tanto como ellos. Sin importar las batallas perdidas, los costes materiales o en vidas humanas, Roma volvía siempre a la pelea con la experiencia de los errores cometidos. Y jamás daba por terminada una guerra hasta asegurarse de que a sus enemigos no les quedaban ni los ojos para llorar su derrota.

La Primera Guerra Púnica

La lucha por Sicilia

La Primera Guerra Púnica tiene un fuerte componente de guerra naval, donde los cartagineses llevaron inicialmente la ventaja, por su mayor experiencia.

Origen del conflicto

Cuando, el año 272 a.C., la colonia griega de Tarento, en el Sur de Italia, cayó en manos de los romanos, Roma dominaba ya toda la península y se había convertido en uno de los estados más poderosos de su entorno. Era sólo cuestión de tiempo que su camino se cruzara con el de la otra gran potencia del Mediterráneo occidental: Cartago.
La ciudad de Cartago, en la costa norte de la actual Túnez, había sido fundada el siglo IX a.C. por marineros fenicios, que construyeron este enorme puerto en el centro de las rutas comerciales que surcaban el Mediterráneo. Además de su estratégica posición para el comercio, Cartago estaba rodeada de tierras fértiles, y muy pronto, los cartagineses (que también recibían el nombre de púnicos), extendieron su dominio hasta Sicilia. Allí tomaron contacto con los romanos, que se encontraban en plena expansión, y las dos potencias comenzaron a vigilarse con recelo.
Sicilia, rica en cereales, estaba poblada por prósperas colonias griegas, muchas de las cuales estaban dominadas por los cartagineses. Sin embargo, una de ellas, Mesina, situada en el estrecho entre Italia y la isla, decidió llamar en su auxilio a los romanos para que expulsaran a la guarnición cartaginesa que controlaba la ciudad. Cuando los mensajeros de Mesina llegaron al Senado se produjo una larga deliberación. Todos eran conscientes de que enviar ayuda militar a la ciudad desencadenaría un terrible enfrentamiento con Cartago, cuyas últimas consecuencias eran imprevisibles.
Al final, los romanos decidieron enviar a sus soldados. Era el año 264 a.C. y daba comienzo así la primera de las Guerras Púnicas, tres terribles enfrentamientos entre romanos y cartagineses que decidirían el destino de Occidente.

Primera Guerra Púnica

Roma –que poseía sólo una pequeña flota- apenas tenía experiencia en batallas navales. Así que, al principio, los cartagineses destruían con facilidad las naves que enviaban los romanos, mal dirigidas por sus inexpertos almirantes.
Pero cada derrota enseñaba a los romanos algo nuevo. Al final, se percataron de que su infantería era superior a la cartaginesa, y decidieron aprovechar esa ventaja. Para ello, diseñaron unas pasarelas de madera terminadas en garfios, con las que los legionarios podían cruzar hasta las naves enemigas. Los cartagineses sabían manejar mejor sus trirremes, pero sus marineros no estaban preparados para combatir cuerpo a cuerpo, y terminaron siendo derrotados.
Después de veinte largos años de guerra, en el año 241 a.C., los romanos se convirtieron en los únicos dueños de Sicilia, que pasó a ser la primera provincia romana.

Compromisos de Cartago

La derrotada Cartago se comprometió a no atacar jamás a un aliado de Roma, y tuvo que hacer frente a unas indemnizaciones millonarias. La cuantía de las compensaciones era tan elevada, que los cartagineses no podían pagarlas con los beneficios de sus dominios en África, y decidieron expandirse por las ricas tierras de la Península Ibérica. Pero, tras su victoria sobre Cartago, Roma se había convertido en una potencia temible, y también había puesto sus ojos en las tierras de Hispania.
Así que para evitar un nuevo enfrentamiento, decidió repartirse la Península con Cartago. La frontera se situaría en el Ebro. Los territorios al norte de este río serían para Roma, los del sur, para Cartago.

La Segunda Guerra Púnica. Aníbal

Roma se asoma al abismo

Aníbal atravesando los Alpes
Aníbal atravesando los Alpes con su ejército
Tras la derrota en la Primera Guerra Púnica, Cartago se vio obligada a pagar a Roma indemnizaciones de guerra millonarias. Para hacer frente a los pagos, llevó a cabo una nueva expansión ultramarina por las ricas tierras de la Península Ibérica, repletas de fértiles valles y ciudades populosas.
Los ejércitos cartagineses, al mando de Amílcar Barca, ocuparon el sur de Hispania, pero Amílcar fue asesinado por un indígena, y el control de las tropas pasó a manos de su hijo Aníbal, que apenas contaba 22 años.
Roma había pactado con los cartagineses una frontera en el río Ebro. Pero al sur del Ebro, en zona cartaginesa, se encontraba la ciudad de Sagunto, que había suscrito una alianza con Roma para defenderse de los púnicos. En su afán por conquistar toda la zona asignada, Aníbal puso cerco a Sagunto, y la ciudad pidió ayuda a sus aliados romanos. Corría el año 218 cuando Roma declaró la guerra a Cartago. Comenzaba la Segunda Guerra Púnica, que iba a decidir la Historia de Occidente.

El comienzo de la guerra

Los romanos pensaron que el enfrentamiento tendría lugar en la Península Ibérica. Pero Aníbal, que aunaba una extraordinaria capacidad táctica con una visión estratégica de largo alcance, diseñó un plan más ambicioso para el sometimiento de Roma.
Mientras el Senado romano enviaba todos sus efectivos a Hispania, Aníbal dejó a su hermano Asdrúbal al frente de las tropas de la Península, y lanzó a su ejército a una increíble travesía cruzando los Pirineos y los Alpes, para atacar Roma por el Norte.
Nadie podía esperar que un ejército entero se atreviera a cruzar los terribles pasos de alta montaña en invierno, por sendas nunca antes transitadas. La hazaña le costó a Aníbal la pérdida de un ojo y la muerte de la mayoría de los elefantes, pero las desprevenidas legiones romanas fueron derrotadas por tres veces en el norte de Italia, en las batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno. Y así, en la primavera del año siguiente, ningún ejército se interponía ya entre Aníbal y Roma.

Aníbal a las puertas de Roma

La llegada del cartaginés sembró el pánico en la capital. En las calles, la muchedumbre aterrorizada no dejaba de gritar: Anibal ante portas!, ¡Aníbal a las puertas de Roma!. Las murallas de la ciudad habían olvidado ya la última vez que tuvieron que hacer frente a una amenaza semejante, y no resistirían un asedio. Las únicas legiones disponibles se hallaban en Hispania; los generales que podrían encabezar una resistencia desesperada, a semanas de distancia. Roma estaba perdida. A Aníbal le bastaba alargar la mano para tomar la ciudad y reducirla a cenizas.
Pero, misteriosamente, Aníbal no descargó el golpe. El cartaginés comprendía que la verdadera fuerza de Roma no se escondía tras sus muros. Si se detenía ante la capital, si comprometía a su ejército en un asedio que podría durar semanas, corría el riesgo de ser sorprendido en cualquier momento por los pueblos itálicos del Sur o por las legiones que volvieran de Hispania desde el Norte.
Para derrotar definitivamente a Roma Aníbal necesitaba dos cosas: obtener refuerzos de Cartago y privar a Roma de sus aliados itálicos. Por eso, pasando de largo ante la ciudad, se dirigió hacia el Sur.

La batalla de Cannas

Aprovechando el respiro, Roma, cuyos recursos parecían inagotables, reunió un nuevo ejército de ochenta mil hombres, el mayor que nunca hubiera comandado un general romano, y el verano del año 216 a.C. se enfrentó con Aníbal en la llanura de Cannas. La desigualdad de efectivos era de tres a uno a favor de los romanos. Pero, a pesar de ello, Aníbal consiguió envolver al ejército enemigo y aniquilarlo completamente.
La batalla de Cannas se recuerda como uno de los mayores prodigios de estrategia militar de todos los tiempos.

Buscando aliados

Libre de toda oposición, Aníbal intensificó su actividad diplomática, tratando de convencer a los aliados de Roma de que abrazaran la causa cartaginesa. Tuvo éxito con algunos pueblos, si bien la mayoría prefirió permanecer leal a Roma o expectante. Reclamó nuevos refuerzos de Cartago, pero la ciudad no se atrevía a desviar todos sus efectivos y quedar tan desprotegida como Roma.

Segunda Guerra Púnica. Escipión

El salvador de Roma

Escipión el Africano

Escipión en Hispania

Mientras Aníbal deambulaba por Italia, la estrategia romana, que había desplazado sus mejores tropas a Hispania, comenzaba a dar frutos. Allí, en una decisión sin precedentes en su historia, Roma había entregado el mando de sus legiones al jovencísimo Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de dos brillantes generales y perteneciente a una de las principales familias patricias.
Aunque había combatido ya junto a su padre en las batallas de Tesino y Cannas, Escipión contaba apenas 24 años, y era sólo un ciudadano particular, que no había desempeñado aún ninguna de las magistraturas que daban acceso al mando militar.
Su estirpe y su determinación insuflaron nuevos ánimos a unas tropas desesperadas, que bajo su mando consiguieron derrotar al ejército cartaginés comandado por los hermanos de Aníbal, Asdrúbal y Magón, hasta expulsarlos completamente de Hispania. En el año 205, sus legiones victoriosas estaban en condiciones de regresar a Italia.

La situación en Italia

Allí, los últimos restos de las tropas romanas habían aprendido la lección y evitaban cualquier enfrentamiento directo con Aníbal. Preferían hostigar a sus hombres desde la distancia, y sus ataques eran una sangría insoportable para el ejército cartaginés.
Sin haber sufrido jamás una derrota, después de haber tenido a la indefensa Roma a su merced, Aníbal, atrapado en Italia, sin aliados, sin provisiones y con apenas un tercio de su ejército, se vio obligado a regresar por mar a Cartago, tras haber estado deambulando por Italia durante 16 años.

Cambio de escenario y desenlace

Por fin, Roma se atrevió a llevar la guerra a suelo cartaginés. Escipión convenció al Senado de la necesidad de desembarcar cuanto antes en la costa norteafricana, en persecución de Aníbal, cada vez más acorralado. Ambos compartían además viejas deudas de sangre. Escipión había derrotado al hermano de Aníbal en Hispania, Asdrúbal, pero éste se había cobrado antes la vida del padre y el tío de Escipión.
Los dos grandes generales se enfrentaron por primera y última vez en la decisiva batalla de Zama, en el año 202 a.C. Roma y Cartago se hallaban al límite de sus fuerzas y el resultado sería decisivo. Aníbal recurrió a su genio táctico, Escipión a su astucia.
Para neutralizar a los elefantes, la más temible de las armas cartaginesas, el romano hizo sonar todas las trompetas de su ejército. Las bestias, aterrorizadas, huyeron en desbandada aplastando a la propia caballería cartaginesa. Aunque la infantería de Aníbal presentó batalla hasta el final, el gran general no pudo evitar su completa derrota.
Tras su victoria, Escipión obtuvo el sobrenombre de “el africano”, mientras Aníbal, abandonado por sus propios compatriotas, se vio obligado a refugiarse en la corte del rey de Bitinia, donde se quitó la vida con un veneno.
Tal vez fuera cierta la sentencia de su jefe de caballería, que, exasperado porque Aníbal no se decidía a conquistar Roma cuando la tenía en su mano, le dijo: Cierto es que los dioses no conceden todos sus dones a la misma persona. Tú sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria.

Situación de Roma tras la guerra

La derrota de Cartago convirtió a Roma en la dueña absoluta del Mediterráneo occidental, y dio paso a la época de las grandes conquistas. Pronto comenzó también la colonización de los territorios ya dominados: la Península Ibérica, el sur de la Galia y el Norte de África.


Final de las Guerras Púnicas

Cartago destruida

Catón el Viejo

Comparación de culturas

El concepto de colonización romana era muy diferente del de los cartagineses. Los púnicos se limitaban a explotar los recursos de los territorios conquistados. Roma lo hacía también pero, además, asentaba allí a sus veteranos de guerra, construía calzadas, puentes y acueductos, dotaba de leyes a esas comunidades, y les ofrecía todas las ventajas de su civilización.
La segunda Guerra Púnica decidió la historia de Occidente, construido sobre el Imperio Romano. Y nunca se podrá saber qué hubiera ocurrido si Escipión el africano no hubiera ganado en Zama, o si Aníbal hubiera destruido Roma, como todos esperaban que hiciera.

Cartago debe ser destruida

La victoria de Roma había reducido definitivamente a Cartago a una potencia menor, recluida en el norte de África. Sin embargo, los años pasaban y los romanos todavía recordaban con pánico los terribles momentos de la amenaza de Aníbal, lo cerca que habían estado de la catástrofe.
El viejo Catón, un senador célebre por su severidad y por su retórica, no perdía ocasión para recordar que debían aniquilar al enemigo. Sin importar el asunto del que estuviera hablando en la asamblea del Senado, sus discursos terminaban siempre con la misma coletilla: Delenda est Cartago!, ¡Cartago debe ser destruida!
Si no, alegaba, Roma jamás tendría descanso, y viviría siempre atemorizada por la amenaza púnica.

La Tercera Guerra Púnica

Al final, Escipión Emiliano, descendiente del gran general que había salvado a Roma en los tiempos de Aníbal, condujo la última Guerra Púnica, en el año 147 a.C., 55 años después de la derrota de Aníbal.
Fue necesario inventar una excusa para declarar la guerra, y los cartagineses, desesperados, no presentaron demasiada resistencia. Pero eso no les libró de uno de los más terribles castigos que haya sufrido jamás una ciudad. Los romanos saquearon, quemaron y arrasaron Cartago hasta los cimientos.
Y cuando la ciudad había desaparecido, convertida en un montón de ruinas humeantes, los romanos pasaron el arado, sembraron con sal, y maldijeron esa tierra para siempre, de modo que nadie volvió a habitar jamás la ciudad que un día había sido la más poderosa del Mediterráneo.
Roma había exorcizado al más terrible de sus demonios y era dueña absoluta de toda la cuenca occidental del Mediterráneo.

El encuentro con Grecia

El conquistador conquistado

Después de las Guerras Púnicas, aún quedaban grandes reyes que se atrevieron a hacer frente al poderío de Roma, en Grecia, en Turquía y en Siria, pero fueron barridos por la incontenible marea de sus legiones.
Mucho han debatido los historiadores sobre este sorprendente afán de dominio, que llevó a los romanos a someter una tras otra todas las naciones del Mediterráneo. Los propios romanos lo atribuían al deseo de los dioses.
Lo cierto es que sus ciudadanos se habían acostumbrado a las conquistas y a sus beneficios: además del oro, la plata y las piedras preciosas, con cada victoria Roma recibía incontables tributos en especie, cientos de esclavos, obras de arte y animales exóticos. Estas riquezas permitían la distribución gratuita de alimento a la ciudadanía, grandiosas obras públicas e increíbles espectáculos. El pueblo vivía de forma espléndida, los senadores se enriquecían por encima de toda medida, y los generales orgullosos recorrían triunfantes la ciudad.

El conquistador conquistado

Sin embargo, en otro terreno, los propios conquistadores fueron los conquistados. La sociedad romana, concebida para la lucha y el sacrificio, estaba acostumbrada a combatir a los rudos itálicos y fieros hispanos, pero no estaba preparada para enfrentarse culturalmente a Grecia y Oriente.
Cuando entraron victoriosos en Atenas, los romanos quedaron fascinados por la belleza de su arte, el refinamiento de su filosofía, y la dulce musicalidad de un idioma concebido para el razonamiento. Los nobles romanos comenzaron a copiar las esculturas griegas, enviar a sus hijos a aprender su idioma, asistir a sus representaciones teatrales, y deleitarse con la música y la poesía llegadas de Oriente.
Los más conservadores, escandalizados, aseguraban que eso sería el fin del espíritu romano, y que las delicadas costumbres griegas conducirían a la ciudad, después de tanto esfuerzo, a la molicie y la decadencia. No podían estar más equivocados. Tras asimilar la cultura griega, Roma, que ya dominaba el Mediterráneo por la fuerza de las armas, comenzó a hacerlo también por la potencia de su civilización, que extendió, como un inesperado regalo, por todos los rincones del mundo conocido, sembrando con ello las semillas de la cultura occidental.

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